domingo, julio 23, 2006



...CUENTOS INCREÍBLES...

Con la luz encendida dentro.
(Un cuento increíble de Verónica Ocaña).

Hay quien dice que en este mundo todo lo puede explicar la ciencia. También hay quien dice que no creerá un hecho hasta que lo presencie con sus propios ojos. Hay quien vive pendiente de los martes y los 13 y los gatos negros, y las escaleras (un fastidio, sobre todo, lo de las escaleras…). Pues verá usted, yo no soy ni de lo uno ni de lo otro. Soy una persona sencilla. Es verdad, tal vez, que sea más de las que creen en lo que ven… si es que he de decantarme por algún bando…

Pero tal vez haya cambiado en los últimos tiempos, y ahora, por contra, crea en lo que no veo, al menos a veces, y viceversa. Por otra parte ¿quién dice que los ojos son fieles testigos de nada? Los ojos en realidad interpretan lo que ven, y además no lo hacen ellos, lo hace el cerebro. Los ojos simplemente transmiten información sin sentido, y nuestro espacio, nuestros colores, nuestras figuras y por supuesto, nuestro reconocimiento, comprensión y significado se produce en una intrincada masa retorcida de neuronas, casi como si fuera el espacio pero dentro de nuestra cabeza.

¿qué me ha hecho cambiar de opinión? Un único suceso. Un único hecho que vino a trastocar mi sencillo universo sin martes ni trece ni crucifijos mágicos, sin ovnis ni marcianos ni visiones ni tampoco pura ciencia. Sólo un universo de mujer sencilla, lógica pero sencilla.

El inicio de todo fue tan vulgar como cualquier tarde-noche olvidada en la memoria, que no en el espíritu. Una de aquellas tardes que no tienen nada de particular, ni bueno ni malo, que pasas en casa trabajando con la calefacción puesta, y sumida en el mundo luminoso de la pantalla de un portátil. Una tarde con su café y sus escasas pausas, y su normal transcurrir laborioso. Una de aquellas que añoramos luego, sin haberlas disfrutado, o tal vez sí las disfrutamos pero por repetidas, las desvalorizamos. Tan gastadas y valiosas.

En una de aquellas tardes yo escribía, escribía, escribía… sin tregua, sin interrupción, perfectamente sumida en el mundo de lo que en mi cabeza tomaba forma y cuerpo en la pantalla. Mi mente y mis manos concentradas en su tarea, los dedos ágiles sobre el teclado, adelantado el pulsar de mis dedos a mis pensamientos. Los ojos fijos en la pantalla. Mi gato bostezando en la cama situada a mi espalda. Mi café reposando tan peligrosamente como puede reposar un café al lado de un teclado. Mi mundo eran esos dedos que se movían veloces, y el clic-clic del suave teclado y no había nada más… nada más hasta que mi gato saltó sobre el teclado en un velocísimo movimiento desde el suelo que no pude prever.

Y en un minuto, zas, el café que se derrama, el teclado que se mueve, el gato que sale espantado, y yo que suelto una maldición y salvó de milagro el portátil, que queda tenso de su cable sobre la mesa mojada mientras el denso olor del café, agradable incluso frío, llega hasta mi nariz.

Con extremo cuidado, dejo el portátil en el suelo. Lo desconecto. Me dirijo a la cocina. Cojo un trapo de cocina. Vuelvo al cuarto, no, me arrepiento, un trapo de cocina no es lo mejor, voy a ponerlo perdido y empapado y lo tendré que lavar después, u olerá asquerosamente. Me vuelvo, pero me arrepiento y me vuelvo de nuevo. El café gotea ya sobre el suelo, que quedará pegajoso a menos que lo friegue. Maldigo. Me vuelvo. El gato me sigue, contento de que al fin me haya movido del asiento, supongo que la próxima vez que observe que paso más de tres horas pegada al ordenador volverá a saltar sobre mi café para que me levante. Vuelvo a la cocina, pensando en el café que chorrea, gota a gota (pero muy rápida ya la sucesión de gotas) y en las zapatillas de estar por casa, de paño, que se empaparán de café frío. Cojo una bayeta, me arrepiento a mitad de camino pero no vuelvo. Me dirijo al suelo mojado, me agacho, lo seco torpemente, empapando la bayeta y sin acabar de recoger todo el líquido, que se esparce en gotitas grises. Maldigo al gato al que tanto quiero. Mis zapatillas de estar por casa, efectivamente, se han empapado. Bueno, así las lavo, que estaban ya un poco negras de mierda. Tras un par de viajes a la cocina a estrujar la bayeta, el suelo está medianamente seco, la habitación huele a café y yo me dispongo a continuar por donde iba… pero, bueno, pensándolo mejor, decido ducharme. Tanto moverme por el cuarto me ha dado la ocasión de olerme a mi misma y decido que efectivamente, es mejor que me duche.

Así que dispongo mi atuendo para cuando salga de la ducha. Tanga rojo, bueno, no, mejor bragas de regla, porque hoy no espero visita, aunque me deprime llevar las bragas de regla sin regla, así que mejor braguillas verdes (una cosa intermedia) y me voy para la ducha.

Cuando estoy dejando las cosas en la ducha me acuerdo del gato. Seguro que se dedica a pasear sobre el portátil, es uno de sus pasatiempos preferidos. Si toda la mesa está despejada, él pasea sobre el portátil. Si la mesa está llena de cosas, él pasea sobre el portátil. Si le regañas, y lo bajas al suelo, vuelve a subir al portátil. Pero no quiero apagar el portátil, lo voy a volver a encender dentro de un rato… así que ven aquí, Micifuz, y cierro la puerta dejando el portátil encendido y la luz de mi lámpara que apunta directamente a la pantalla blanca y con rayas de Word visto a cuatro metros por una miope.

Me meto en la bañera, cociéndome a fuego lento como a mí me gusta, mientras me pregunto (lo recuerdo porque siempre me lo pregunto) cuánto más tendría que subir la temperatura del agua para que mi carne comenzara verdaderamente a cocerse como un trozo de ternera en agua hirviendo. ¿Tendría que subir muchos grados más? ¿sería humanamente soportable el dolor, antes justo de llegar ya a cocerme? ¿estaría viva mientras me cocía? Y con todo esto, ya tengo arrugados los dedos. Como a mí me gusta. Vuelvo a girar el grifo del agua caliente, lo haré seguramente durante más de media hora (eso duran mis baños), abriéndolo y cerrándolo hasta conseguir el punto justo de cocción… pero esta vez el agua sale fría, espero y espero… y sigue saliendo fría. Supongo que el calentador se ha apagado… y con gran disgusto termino mi baño en menos de la mitad del tiempo habitual. Hoy saldré poco hecha. Pero en fin, así continuaré mi trabajo. Me seco con una toalla asquerosamente húmeda (este baño sin ventanas) y me siento más húmeda que dentro de la bañera, me lavo los dientes y en un equilibrio precario, vestida con mi toalla, abro la puerta del baño, la cierro (milagrosamente) y me desplazo un par de metros hasta la puerta de mi cuarto.

Entonces fue cuando percibí que algo no iba bien. La puerta de mi cuarto estaba cerrada, y en la rendija entre mi puerta y el suelo, se colaba la luz. Una luz amarilla, en cierto modo acogedora. Evidentemente, la lámpara en mi cuarto estaba encendida, con la puerta cerrada, y yo estaba fuera. Durante un segundo, una duda pasó por mi cabeza. Yo vivo sola. Si yo estoy fuera de mi cuarto, ¿Quién está dentro con la luz encendida, y haciendo qué?. Qué tontería, me digo. Yo he dejado la luz encendida. Yo he dejado incluso el portátil encendido, y luego he cerrado la puerta, con la luz encendida dentro. Pero allí, todavía un poquito mojada, con la ropa sucia, y los zapatos, y la toalla del pelo, y parte del pijama en mis atestadas manos, frente a mi puerta cerrada con la luz saliendo por debajo de ella, me sentí una intrusa en casa ajena, que se dispone a violar la intimidad de alguien que está cómodamente instalado en su habitación haciendo alguna tarea importante o no, cobijado seguro en su hogar, tranquilo y caliente en su silla y sobre su mesa y rodeado de sus cosas. Sacudí la cabeza, qué estúpido, si hasta sentía el impulso de llamar antes de entrar, porqué será que las luces, sobre todo amarillentas, crean esa sensación confortable de estar introduciéndote en un lugar habitado. Me reí para mis adentros aunque con inquietud, doblé el picaporte y abrí la puerta.
Y allí estaba. Sentada en su silla, efectivamente. Ante su ordenador, iluminada por su lámpara, en su silla sentada, escribiendo frenéticamente. Yo, que vivo sola, la ví, a ella, en mi propia casa, haciendo lo que siempre hacía, distraída tanto como de costumbre, ensimismada, ausente, tanto que no me vio desplazarme temblorosa y asombrada hacia el borde de la cama para dejar mi toalla húmeda y mi ropa sucia, y mi pelo chorreaba sobre el rostro y no me despertaba de aquel sueño, era tan extraño, tenía y no tenía miedo, al fin y al cabo vivo sola, y todo en fin, era al fin y al cabo familiar, nada raro, allí estaba ella, en su lugar, continuando su trabajo, sin un café como el mío, supuse que al rato se haría otro, olía demasiado a café como para no caer en la tentación, y de repente Micifuz entró y se dirigió directamente hacía ella, tuve miedo hasta que comprendí que no estaba asustado ni temeroso a pesar de odiar y aún atacar a veces a los extraños, pero claro, cómo la iba a atacar a ella, si era su amiga, su compañera, la que algunos llaman dueña. Y de un ágil salto, similar al que dio para derramar su café, se posó suavemente sobre sus muslos y rodillas flexionadas (es casi como si en el tramo final de un salto los gatos volaran, se detuvieran en el aire y la gravedad no les afectara…) y después se volvió sobre sí mismo como sólo hacen los gatos para pillar su postura.

Yo me sentía sumamente incómoda, mojada, e incrédula. Sumamente aterrorizada. Allí estaba yo, y ahora, ¿Qué podía hacer? Ella no me había visto, ni siquiera se había vuelto, absorta como estaba en su tarea. Y allí estaba yo, en una posición bien inquietante. Frente al ordenador, escribiendo, frente a la cama, mojada. Mirándome a mí misma, allí estaba yo, en la intimidad de otra que no era otra que yo, en mi cuarto interrumpiéndome a mí misma en mi trabajo, que continuaba haciendo mientras me duchaba, que continuaba haciendo mientras me dirigía a mi cuarto y veía la luz debajo y lo abría y dejaba las toallas, húmeda aún y seca. Porque con la luz debí dejarme allí a mí también, perfectamente sentada después de tirar el café, sin duchar todavía, extraña y siniestra yo separada y otra de mí, y yo también, extraña pero con conciencia de mí, temblando ahora mirándome. Grité, no puede soportarlo más, y el gato salto y bufó, y ella se volvió y me miró, con aquella mirada, con aquellos ojos, mis ojos, desde un par de metros de distancia, mirándome sin entender, asustada tal vez y aún con los sentidos en el ordenador y en mí trabajo, mirándome sin entender qué hacía yo allí, recién salida de la ducha, gritando, y no sé, supongo que se asustó tanto como yo. No le di tiempo a levantarse, por Dios juro que por nada del mundo hubiese permitido que me tocase con esos dedos que deslizaba sobre el teclado, con mis propios dedos fuera de mí tocándome, me volví y corrí y grité y salí al pasillo con la toalla medio caída, y baje un par de escaleras y aporreé un par de puertas hasta que un vecino sudoroso me acompañó de nuevo arriba tras una hora horrible en la que no dejé de temblar y preguntarme cosas, y explicarle incoherencias al vecino sudoroso sobre alguien en mi casa, pobre, pensaría que me habían violado, y aunque cuando volví acompañada a mi cuarto no había nadie, la luz estaba ya apagada y un sudor frío me llegó con el pensamiento de que tal vez yo me había ya acostado, y estaba metida en mi cama, pero no, al encender la luz que parecía menos amarilla que antes, no había nadie. Juro que obligué a aquel pobre vecino mío a mirar incluso en los armarios y debajo de las camas (era un trozo de pan, al fin) pero no fui capaz de quedarme, busqué a mi gato y le dejé comida, parecía mirarme diferente y yo le veía diferente a él, como si hubiera descubierto un secreto suyo que no debía conocer. Como si fuera culpable de algo o me hubiera entrometido en algo. Me fui a dormir a casa de una amiga. No volví hasta pasada una semana, y con compañía para dormir y hasta para comer durante un tiempo.
Desde entonces no me ha vuelto a pasar. Pero ahora aviso, si voy a salir antes de lo previsto de la bañera. Aviso, llamo a casa, toco el timbre, toco la puerta varias veces, incluso llamo antes por teléfono y oigo el teléfono sonar sólo en la casa sola (mi casa) varias veces antes de volver temprano del trabajo, o salir y de improviso tener que volver a casa a recoger algo, o cuando altero mis costumbres de algún modo. Siempre aviso, para no pillar a nadie desprevenido. Por si acaso.

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