domingo, julio 23, 2006

...CUENTOS INCREÍBLES...
Modelo exclusivo

(Un cuento increíble de Verónica Ocaña)

Ya desde el inicio te calé, y ví enseguida que ibas a complicarme la vida. Maldito huevo salido del mismo huevo que yo. Cuando comenzó mi existencia, desde el mismo momento de la concepción, pensé en que allí estaba, única irrepetible, yo, individual, viva, combinación exclusiva… y luego me dividí, sentí una cosa extraña. Me partía, me separaba de mí… pero me quedé en mí. Era yo de nuevo, pero a mi lado había otra yo que enseguida identifiqué como distinta. Realmente, enseguida comprendí que no era yo, aunque en un primer momento la sensación angustiosa de permanecer en dos cuerpos me abrumara. Después comprendería que tal vez en ese instante estaba eligiendo. Porque yo elegí, sí, yo fui primero. Fui primero. Yo era antes que ella, tan seguro como que el mundo es mundo, porque ya antes de la división, comenzó mi conciencia, y estaba yo sola. Pero luego no. Luego esa partición odiosa, ese temible irme de mí y quedarme. Y después ese yo me fue extraño, y con esa sensación te ví por vez primera. Vampira, monstruo fotocopiado, imagen falsa, ahí te ví, como si me viera reflejada en un espejo que no me obedecía, porque tú no hacías lo que yo hacía, enseguida me dí cuenta, y cuando comencé la mitosis, ahí estabas tú, mitoseándote lo más rápido que podías, zorra miserable, esperando adelantarme, pero ¡ja! Yo enseguida comprendí tus intenciones y mi mitosis y tu mitosis entraron en una carrera sin frenos, en la que unas milésimas de milésimas de segundo me daban a mí la ventaja que no pensaba desaprovechar.
A partir de esa hostil mitosis por ti iniciada, todo entre nosotras se torció. Es verdad que tal vez se torció incluso antes, que tal vez no soporté ese separar y escindir en otra miserable fotocopia de mí y ya te odié, y tú lo notaste, y ahí comenzó también tu respuesta. Pero no, fuiste tú, la que iniciaste la carrera. Y yo me limité a intentar por todas mis fuerzas no perderla.

Si tu producías una manita, ahí estaba yo, adelantándome a la tuya con mi diminuto proyecto de manita. Si tu iniciabas un ojito, yo tenía ya listas las células madre dispuestas para adelantarte. Si tu corazón hacía un amago de latir, el mío llevaba ya dos latidos por lo menos. Mi actividad cerebral se inició exactamente 7 milésimas de segundo antes que la tuya. Mis genitales se configuraron antes por centésimas. Mi primer pelo, ocho milimilésimas de segundo antes (en esto por poco me ganas). A todo esto asistías con fingida (mal fingida) indiferencia, que yo detecté fácilmente. Pero lo que jamás te perdoné fue ese dedo meñique, esa uña de dedo meñique, mucho más formada y consistente que la mía. Fue un descuido por mi parte, es cierto, estaba tan centrada en que no me adelantaras en la formación y puesta en marcha de los riñones, que no presté atención a esa pequeña uña, y no formé apenas la mía. Y, cuando, satisfecha por el funcionamiento (anterior al tuyo, por supuesto) de mis pequeños órganos, me giré en mi líquido amniótico, del que procuraba separar del tuyo siempre haciendo pequeños movimientos con el fin de espantarte, me giré y vi aquella uña insolente, creada (tú, miserable, lo sabes bien) antes, mucho antes de lo que te correspondía, de lo que corresponde a un feto de tu edad y de la mía, me sentí estafada por una traidora tal que no le importaba desafiar las leyes de la naturaleza y la edad, para crear la uña con células madre que había de precisar para otros órganos que venían a continuación en el ciclo normal de desarrollo fetal, y en los que, al parecer, no tenías intención de competir conmigo. Maldita. Alteraste las reglas del juego, bien lo sabes, y me obligaste a tomar cartas en el asunto. Yo no habría, por mi gusto, llegado a ciertos extremos. Pero me pusiste entre la espada y la pared. Y por eso, aquel día, fue más dura que de costumbre defendiendo mi territorio. Me alteré, flotando como un diminuto astronauta en el espacio prenatal, y moviendo sin cesar mis aun pequeños y apenas formados miembros, traté de aumentar mi área personal, mi independencia y mi autonomía en la pequeña zona de que disponía en el seno materno, intentando arrinconarte en el último y diminuto recoveco de la barriga de mamá, en la última esquina del maldito territorio que compartíamos, y del que no podríamos escapar al menos en unos meses. Me trasladé, me moví, me giré hasta hacer incómoda tu presencia en parte de la nueva zona que mi frustración consideraba adecuada para mí. Pero tú, maldita, te empeñabas en desafiarme, y por cada área conquistada, te asignabas otra mía. Bailamos como locas en el seno materno, yo me movía, y tú, como siempre, hacías el siguiente movimiento, como en una partida de ajedrez, como en un dominó, cada uno de mis pasos era puntualmente seguido por ti, y así no había manera, no logré aumentar mi escaso terreno, ni un poquito más, mis brazos y mis piernas chocaban con los tuyos y (pensé con horror) la cosa sería aún peor cuando creciéramos más… aquello no podía quedar así, debía establecer un nuevo estado de cosas, o el embarazo sería para mí una etapa dura y terrible, de lucha constante. Así que decidí recurrir a la violencia, y sin más preámbulos, te propiné una patada en la recién formada nariz. Deseé que de resultas de la misma quedaras deformada de por vida, achatada y fea, para que en un futuro lejano, después de multitud de humillaciones en la infancia (donde te llamarían “cerdita” o algo peor) y sobre todo la adolescencia, suplicaras a papá y a mamá una operación de cirugía estética para corregir ese inexplicable defecto congénito, que sin embargo yo, tu hermana gemela, no habría heredado, naciendo con una nariz perfecta de proporciones griegas y algo respingona, lo que le daba gracia.
Pero tú, cucaracha infame, me devolviste de forma imprevista la patada. Jamás habría imaginado semejante hecho insólito, no tardaste ni media milésima de segundo en golpear con tu pierna mi recién formado culo. Y además, para mi desgracia, lograste esquivar parte del impacto de mi patada. Tu puntapié me desplazó por el líquido amniótico hasta chocar de bruces con la pared opuesta, más o menos en la zona del ombligo de mamá, y entonces me cegué. Olvidé precaución y prudencia, y me lancé contra ti, desgraciada. Tu, aberración descarriada, te valiste de esa malformación de una época futura, esa uña del dedo meñique, para atacarme con saña, y yo olvidé formar varios de mis organos y completar otros tantos con tal de tratar de saltarte un ojo. Si lo lograba, tal vez quedaras tuerta de por vida, mucho mejor que lo de la nariz. Si no, podría incluso deformártelo para hacerte desagradable la cara que me habías copiado, y de estar forma quedar patente y bien patente, nuestras diferencias. Pero no logré, por más que lo intenté, saltarte un ojo. Lo más que conseguí fue tirarte con mis escasas fuerzas de una mierda de pelillos que habías conseguido desarrollar en la coronilla. Y te los arranqué ¡qué satisfacción! Pero tú pateabas mientras sin cesar mi culo, y la satisfacción quedó atemperada por esto. Y me arañabas, maldita perra ridícula, con esa uña deforme que tuve el gusto de partirte cuando tratabas de clavármela en el cráneo. Supuso para mí un duro golpe, comprobar cómo mi propia hermana intentaba causarme una conmoción cerebral prenatalmente, fue descubrir tu ruindad y mi corazón quedó helado por el horror. Decidí matarte allí mismo, diseccionarte y empujarte por el canal uterino hasta abortarte de mala manera, pero no era tarea fácil, no te dejabas enganchar y pegabas tan fuerte como yo.
Y así transcurrió un día, y dos, y tres, y pasaron los meses, y conforme mamá engordaba, y nosotras engordábamos, no dejábamos de pelear y pegarnos, y cada golpe de una era devuelto por la otra, y pasábamos la mitad del día tratando de reconstruir las zonas dañadas y reparar los destrozos, con lo que nuestro desarrollo se resintió bastante.
Los únicos momentos en los que dejamos de pelear, fueron las constantes ecografías que, llevada por nuestros atípicos y brutales movimientos, mamá se realizaba sin cesar. Cuando sentíamos que mamá se tumbaba, y el médico posaba sobre ella el resbaladizo aparato que nos espiaba en el útero, deteníamos nuestra inquebrantable pelea, y fingíamos flotar inocentes por el espacio uterino, pendientes de chuparnos el dedo o alguna sandez similar. Oíamos amortiguadamente al médico decir “ve, señora, como todo está bien” y a mamá responder “es una cosa tan rara, siempre tengo como ese run-run dentro, y cuando vengo aquí se calma” “son los nervios, señora” “ya, ya” decía mamá sin mucha convicción.

Y hete aquí que llevábamos así ya ocho eternos meses. Yo había logrado que mi horrenda hermana fotocopiada estuviera ya casi calva, a costa de arrancar pacientemente uno a uno los esmirriados pelos que producía. Pero ella, la copia falsa, había logrado que mi cara pareciera un mapa de carreteras, con esa horrible costumbre de dedicar una parte importante de sus recursos a hacer crecer sus uñas de manos y pies, con las que se convirtió en una adversaria terrible, y he de decir que no logré matarla y abortarla, tal y como era mi deseo, en esos ocho meses. Pero me consolaba pensando que la muy estúpida había descuidado, por mor de hacer crecer sus uñas, el desarrollo de órganos vitales como los pulmones y el corazón, que tenía muy debilitados. A tal efecto, mis más mortíferos puñetazos se dirigían a esos organos, por ver de parárselos en seco, especialmente el corazón de rata que tenía. Pero tampoco lo logré.
Finalmente, un siniestro día de primavera, estaba yo recomponiendo mi carita con células que me habían sobrado de otras zonas, y rumiando sobre la cuestión si debía ya patear a mi hermana con mi pierna derecha que había desarrollado (y aún entrenado en secreto) al objeto de propinar a mi hermana una patada certera que le detuviera definitivamente el corazón, cuando la muy perra me propinó un fortísimo puñetazo en los riñones, mi zona más débil. Gríte en la silenciosa habitación uterina, y me retorcí por el dolor que la infame me había causado, cuando un segundo puñetazo volvió a contorsionar mi pequeño y delicado cuerpo. No podía yo imaginar que a la vez que entrenaba mi pierna, ella hacía lo propia con el brazo, pensé que dormía cuando entrenaba yo y no pensé que cuando yo dormía ella entrenaba. La serpiente venenosa. Y no tuve tiempo de defenderme cuando una lluvia intensa de golpes cayó sobre mí. Lloré de rabia y dolor. Me retorcí, gemí, aullé. No atiné a defenderme, lanzaba patadas sin ton ni son y no fui capaz de acertarle. No sé de donde sacaba tanta fuerza. Y sucedió. Mi madre, asustada por el movimiento y los golpes, acudió al hospital, donde llegó en un estado de total ansiedad. Mi hermana continuaba su frenética paliza, pero para entonces yo ya me había repuesto algo, aunque no lo suficiente. Le lancé un par de patadas que la dejaron momentáneamente KO, pero se reponía enseguida, y por cada embestida mía, recibía cuatro veces más.
El médico, según pude oír a través de la trifulca, lo dispuso todo para una cesárea de emergencia. Parecían todos muy asustados. Mi mamá gritaba, las enfermeras gritaban, todo parecía dar vueltas, y los golpes no cesaban. A través del pequeño ojo que no tenía hinchado, pude ver que el liquido que nos envolvía, normalmente de un tono blanquecino, presentaba ahora un aspecto rojizo y denso. Me sentía mal. Esperaba que al menos, a ella le doliera el cuerpo la mitad de lo que me dolía a mí. Que sufriera de veras. Y de repente, no sé, sentimos como una convulsión, como un movimiento extraño en nuestro mundo. Mamá estaba tumbada desde hacía rato, y yo note como que el líquido que nos envolvía disminuía. Me sentía mareada, pero mi hermana continuaba golpeando y la furia nos cegaba, estábamos ya medio abrazadas en un golpe continuo, enredadas y heridas pero sin cesar la lucha. Me asaltó la certidumbre de que era una lucha a muerte, y de repente, como confirmando mis terribles pronósticos, un objeto enorme y extraño apareció allí, en mi micromundo, causándome un susto de muerte, tremendo, era una mano enorme, casi como yo de grande, sobándome y tanteándome en un atroz reconocimiento. Me dí cuenta de que me iban a sacar de allí de inmediato, y que harían lo mismo con el calco asqueroso. Ideé rápidamente un plan maléfico, y con gran sigilo, en medio de la confusión, rodee el cuellito de mi repugnante copia con su cordón umbilical, riéndome para mis adentros. Pensé, “ya verás cuando te saquen, ya verás, será un visto y no visto”. Y lo logré, me mondaba de la risa cuando mis piernecitas salían las primeras (no podía ser de otra manera) por la raja que le habían hecho a mamá. Me mondaba de la risa aún cuando, al casi sacar la cabeza, descubrí que me costaba, que no salía, el médico tiraba y yo no salía. Cuando miré para abajo, horrorizada, comprobé como mi pesadilla gemela me sujetaba por un brazo con la fuerza tremenda del bracito entrenado, y con siniestra precisión trataba de rodear mi cuello con mi maldito cordón umbilical. La muy perra. Ni siquiera se había dado cuenta de que el mismo collar, tal vez mortal, rodeaba su propio cuello. Ya casi lo había logrado, ya casi me veía ahorcada, y el bestia del médico cada vez tiraba más fuerte, cuando por primera vez miré a mi hermana y le hablé. Le hablé y le dije “ocúpate mejor de tu propio cordón”. Fueron mis primeras palabras para el reptil imitador. Y ella me miró, y un segundo después ví que había comprendido. Abandonó su tarea cuando ya prácticamente estaba rodeada por mi propio cordón, y el médico casi me sacaba. Me soltó, el cordón no llegó a rodearme el cuello, y sólo me apretó un poco la espalda y el costado (lo suficiente para tenerme dolorida un mes) y salí a la luz, como no puede ser de otro modo, llorando.
Cinco minutos después veía la luz la repetición aberrante. Confiaba en que no hubiera tenido tiempo de quitarse el cordón, o al menos no lo suficiente como para que como mínimo le causara una demencia de profunda a mediana, de forma que fuera fácilmente manipulable, y susceptible de sufrir accidentes (“pobrecita, si con lo tontita que era, es natural que haya caído debajo de un camión/apisonadora/cortadora de césped”).
Pero tras la tensa espera, allí salió la repetición antinatural más fresca que una lechuga. Pero debió de agobiarse hasta el último momento, porque también salió llorando, y con la cara hecha una pena, todo hay que decirlo.

Y, bueno, desde entonces las cosas no han cambiado mucho. No voy a aburriros con los diversos accidentes y pormenores escalofriantes de una fraternidad tan peligrosa como la mía. Pero una cosa sí os digo. Hoy es la noche de nuestra pedida de mano (hasta aquí ha llegado detrás de mí, como veis sigue igual que el primer día, todo lo imita, todo me lo copia) y tengo mi venganza a punto. Es posible que se trate de una instalación eléctrica hábilmente preparada, con el automático listo para no saltar. Es posible que se trate de un recipiente lleno de ácido. Es posible que se trate de un veneno que no deja huellas. Es posible, incluso, que no tenga nada preparado y me limite a buscar la ocasión de golpearla en la cabeza con el primer instrumento contundente de que pueda proveerme. No lo sé. Pero una cosa sí os digo. Esta es mi noche, ya lo creo. Calco infame, que encima se ha atrevido a venir con el mismo vestido que yo.

No hay comentarios: